Hace algún tiempo he estado ayudando a mi mamá en su puestesito de la Feria Gastronómica de Santa Tecla.
Últimamente, parezco un hermano evangélico que acata el orden en que la mano del señor ha dispuesto su vida. Me levanto a mis horas, como a mis horas, estudio y hago mis tareas a mis horas, ayudo a mi mamá. Hablo con la gente cuando debo, incluso sueno amable con algunos. Me voy dejando atrás las ganas de todo. A veces no leo, no escucho música, no hago nada. Mi mente puede ser muy divertida cuando es una pantalla en blanco.
Pero hay cosas que siempre le obstaculizan el paso a uno. Algien con una memoria como la mía sabe que de vez en cuando a uno parecen haberlo tirado dentro de una situación realmente opuesta a la que se encuentra solo porque un aire maligno tiene cierto parecido con otra cosa, la plática de la gente habla de algo distinto o simplemente uno se ríe en el momento que no debe. Nabokov le llamó dislocación y es hasta chistoso, pero solo para el que alucina, o sea yo. Por eso trato de distraerme haciendo una cosa a la vez y dedicándome en los detalles, porque al final paga más la inconsciencia.
De por sí, yo solo me aburro. No pongo mala cara a la gente nada más. La vida es una precipitación sin sentido a la que la gente ordena según sus sistemas de valores para hacerla comprensible. De todos modos, la vida por su definición biológica no desea ser comprendida: su escenario ideal es que todos seamos un grupo de palurdos más o menos organizados que caigamos inconscientemente en una línea de errores que termina siendo nuestra historia. Samiatin, en Nosotros, observa que la naturaleza pura del delito o de cualquier acto de pasión es la libertad, porque sin libertad aparente no se puede ser esclavo de los instintos o de las ideas propias; uno se jode solo, pues.
Yo, de peque, estaba enanejado por ideas algo raras. A los trece años sufrí una erupción mística en la que combinaba la veneración religiosa con la mistificación de las figuras de la historia del rey Arturo. Todavía tengo cuadernos en los que converso (sic) con una divinidad parecida a Morgan Lefay, María Magdalena y Sheila Na'gig. Es curioso notar que lo inventé para entenderme y en el proceso me convertí en algo distinto.Sin embargo, todas estas ideas que degeneraban en imágenes y sensaciones se han ido colocando en un cuarto oscuro, como el lugar en que se guarda las escenografía de una obra, que en ocasiones se abre y me hace alucinar como una oveja en peyote. A veces creo que si de algo puedo platicar con ganas es del pasado, que lo haría aunque aburra a los demás y me queden cinco segundos de vida, aunque seguramente me inventaría uno nuevo.
Las personas (algunas personas) me gustan. Solas, se hacen interesantes. Mis mejores amigos del colegio, lejos de tener algo en común, fueron mejores amigos solo porque los conocí demasiado bien, porque me gustaba conocer cada aspecto de una persona tanto como-para-hasta-incluso predecir sus pensamientos y sus acciones. Como los libros favoritos. He obtenido resultados maravillosos. Lo malo es que en las relaciones emocionales esto es un poco exagerado y siempre se me va la mano con unas, como rompiendo las otras caras de la muñeca rusa.
Al rato me canso. Y por más intenciones emancipadoras que declare, me siento dependiente a aquellos que conocí y me acercaron a la periferia del contacto social. Esto termina siendo lo mismo a ser la mascota de un animal o un alien. Imagínese un alien con pelo en las orejas jalándome con una cuerda. Ja. Sí. Creo que solo en casos generales existen las relaciones recíprocas, en los casos específicos como el mío no. Si no he tenido una relación así es porque los términos de intercambio no me quedan claros: para algunos unas cosas son más fáciles de dar que otras y viceversa; para otros, algunas no valen nada, o valen demasiado. Y si carezco de cualquier tipo de interés social, emocional e incluso sexual (no se diga intelectual) en la mayoría de las situaciones y no abro el facebook ni veo el cel como si me empeñase en ello, no suma puntos a mi favor.
A veces me pregunto cuánto tiempo tiene que pasar una persona sin comunicarse satisfactoriamente con otra para dejar de sentirse persona. También me pongo a pensar en cómo la gente construye sus vidas en la memoria de otros. O cómo algunos valientes lo dan todo para que los demás los vean como el personaje como el que se ven a sí mismos, incluso el orgullo, lo cual usualmente es una estupidez. Pero lo hacen. No sé cómo lo hacen.
Defender mi idea de mundo en mi mente incluye hacerlo con otros semejantes, como niños distópicos que sobreviven en Ávalon, por ejemplo, y un callado androide venido de alguna nebulosa del espacio desconocido. A veces creo que sueno como un imperio arruinado. Los días normales solo miro de qué se trata el mundo, delimitado a tijeretazos en la esfera de un tipo que estudia en la universidad, resulta que tiene una fijación con entender procesos complicados, es gay, su carrera es un bodrio, tuvo un novio, no tiene muchos amigos y ahorita está pensando. Lo curioso es que ni ahora me queda claro; quizás es abrazar la ultra-mistificación de la tensión sexual entre dos hombres, tres o más, y no saber más ni divertirme menos que los otros. Porque la diversión y todas las actividades que la comprenden y las ganas de coger y el rito social de celebralo públicamente, a su manera, aquí es ser ciudadano acreditado de la vida y, más importante, ser realista.
Creo que soy inútil para todo esto, en parte porque hay cosas que desde que se viven van cobrando su cuenta en el presente e incluso en las relaciones, para mi pesar. La manera en que me opongo al realismo es solo la practicidad de los detalles. Es enfocarme en la más pequeña bagatela. El segundo de vacilación vale lo mismo que el de Britney Spears antes de salir a mover los labios al ritmo de Gimmie More en los VMA's. Inútil. El verdadero problema es llenar los segundo restantes del día.
Y la situación es una página en blanco. Yo tengo esa idea de que no hacer nada es un tipo de suicidio. Tarde o temprano, las posibilidades se convierten en consecuencias y mal, todo termina mal. Pero también, cuando uno no tiene opciones, es algo parecido a la muerte. O como creo que debe llamarse, soledad.
Paso el día ocupándome de eso, tanto que se ha vuelto mi reto diario. Hago mis cosas, hago cosas que no son mías, incluso soporto las propuestas de otros. El problema con esto último es que uno se acostumbra a compartir el tiempo con otro, generalmente un ente ajeno, y eso hace mal. Aun así, quisiera hacer más cosas para mí aunque hasta el momento todo vaya funcionando bien así. Mantener las manos ocupadas para tener la mente en paz. Cuando voy a la Feria Gastronómica, aunque no hablo mucho, las cosas funcionan así y mejor que de donde vengo. Es como un juego donde solo pongo la mente en blanco.
Las caras que veo podrían ser las caras de todos los días. La gente sentada y comiendo podrían ser los amigos a los que no hablo ni veo. Ya casi me acostumbro a algunas caras. Hay algunas que veo más que las otras, unas pocas se quedan un segundo más grabadas en la retina. Está el tipo colocho sentado en la acera que ya vino tres días seguidos y se sienta frente a mi puesto; un chero de pelo largo que solo va paseando, callado; y un maje carilindo al que le puse de nombre Raúl. El día pasa mientras uno se ocupa en lo que puede mientras la gente va de un lado a otro; en la noche, cuando los que quedan se hacen puñito, unos se alejan hasta las esquinas oscuras. Yo no puedo retirarme del juego, si es que es un juego, si está dado por descontado, solo porque estoy parado ahí.
Todos se miran y pretenden hacer otras cosas. Siempre es en la noche, pero no todas. El que va de un lado a otro se ve tan bien así, tranquilo, sin hablar, solo viendo. Otro se acerca demasiado y pregunta algún detalle. ¿Va a pasar algo? Se les ve una emoción y una intención brillando en los ojos.
Más noche, al irme, todo parece más tranquilo. Me subo al carro con mis papás y me recuesto en el respaldo. Cuando volteo, veo que al otro lado de la ventana está él, el chero de pelo largo, desde hace un tiempo recostado contra un poste eléctrico y viendo exactamente donde yo estoy; pero el vidrio es polarizado y aunque no tiene certeza de que lo miro, talvez lo supone. Pero mi papá estira el brazo y enciende la luz. Yo no me muevo. En el segundo antes de arrancar, ahora que ya me vio ahí y él se ve todavía más guapo de lo que podría verse, viéndonos sin pena al fin, solo es eso, un hombre lindo. Pero más tarde, después de dejarlo atrás y conforme el carro me lleva a la casa, la imagen se va esclareciendo hasta ser cada vez más triste.